sábado, 10 de diciembre de 2011

Viaje a Laponia. Tercera parte

Y por fin llegó el día en que veríamos a los huskys y podríamos montarnos en un trineo, conduciéndolo durante un tiempo. He de decir que era una de las cosas que más ilusión me hacía, aunque me daba un poco de miedo imaginarme llevando un trineo yo sola, ¿Quién era capaz de dejar una vida en mis manos? Como era la de la persona que tendría que acompañarme en el vehículo.
A las 9.30 ya nos estaba esperando el autobús para ir a la granja Husky. Estábamos todos muy contentos porque por fin había comenzado a nevar con ganas, por primera vez desde que habíamos llegado a Laponia. En pocos minutos llegamos al lugar, donde nos esperaba un chico, que se encargaría de explicarnos cómo llevar un trineo. Entre la pequeña ventisca que había y que me dedicaba más a mirar a los perros, hubo una serie de puntos que no estaba muy segura de haberlos entendido bien. Junto con mi compañera me dirigí a uno de los trineos y me coloqué como pasajera.

Desde ahí podía ver muy bien a todos los perros y a todo el mundo colocándose. Los huskys estaban todos muy alterados e hiperactivos. Pero lo que más me sorprendió es que no eran adultos, no llegarían ni al año la mayoría y tenían mucha fuerza.  Era muy agradable ir allí sentada, observando ese paisaje completamente nevado y ver al resto de perros ladrando y corriendo sin parar. Media hora más tarde me tocó a mí llevar el trineo y mi compañera ir sentada en él.  Conducir ese vehículo era más sencillo de lo que había pensado en un primer momento. Durante un rato lo llevé sin ningún problema, pero los salientes donde apoyaba los pies se estaban llenando de mucha nieve, lo que podía hacer que resbalase. Y así ocurrió en el momento en que los perros aceleraron en una curva muy cerrada, dejándome sin tiempo para  girar como era debido. Chocamos contra un árbol (nos dimos de lado) y eso hizo que perdiese el equilibrio y que me quedase sujeta únicamente por las manos. Aguanté unos minutos así, intentando subir y tomar el control pero al final me dejé caer porque era imposible subir con la velocidad que llevaban. Lo peor fue que mi compañera iba en el trineo y los huskys seguían su camino por el bosque sin hacer caso a sus gritos, hasta que llegó nuestro salvador en una moto de agua y los paró, hombre del que se enamoraría todo el mundo esa mañana. Volví a subirme y terminé el recorrido sin ningún incidente más. Al llegar al lugar de inicio dejamos los trineos en mano de los cuidadores y aprovechamos para hacer fotos de los perros, preciosos todos ellos y poseedores de una intensa mirada.
 Lo que más me llamó la atención era lo cariñosos que eran con una simple caricia que recibiesen, se acercaban a ti pidiendo más. Pasamos un rato más con ellos y luego fuimos a ver a los cachorros que tenían allí cerca. Todo el mundo estaba encantado con los  cachorros, pero prefierieron pasar a una cabaña al calor de la hoguera y comer algo. Yo seguí haciéndoles fotos, hasta que una chica y yo nos dimos cuenta que estábamos solas y vimos pasar a uno de los cuidadores y se nos ocurrió una brillante idea: que nos dejase coger a una cachorro y hacernos una foto. El hombre fue muy amable y no dudó en abrir la caseta.


Media hora después llegó nuestro autobús, para aquellos que no tuviesen la siguiente actividad: las motos de nieve. Me subí al bús revisando todas las fotos que había sacado esa mañana y un poco cansada por los días ajetreados que llevábamos ya. Al llegar a la cabaña, me di cuenta que era la primera vez que la veía con la luz del día (sólo teníamos 3 horas de luz). Hicimos un par de fotos más y entramos en nuestra querida casa del norte. Encendimos fuego en la chimenea y no pudimos evitar que el sueño nos dominase con aquel calor tan agradable.

Nos despertamos una hora más tarde y empezamos a preparar la comida para todos: unas ricas albóndigas con puré, muy típico de Finlandia.
Todavía nos quedaba una actividad más ese día: visitar el spa y pasar allí la tarde. Cogimos nuestros bañadores y toallas, poniendo rumbo así al hotel, que estaba a un quilómetro caminando. El problema fue cuando nos perdimos y acabamos dando una vuelta enorme, pareciéndome a mí haber caminado diez quilómetros. Una hora después llegamos al spa, completamente llenas de nieve. Me imaginaba un lugar mucho más grande, pero estaba muy bien para relajarse un rato. Había una piscina grande de olas, tres jacuzzis, un tobogan y saunas, dónde había que meterse del modo finlandés: sin ropa. Allí conocimos a una señora muy amable que nos explicó cómo se debe verter el agua sobre las piedras. Yo siempre pensé que con echar el agua sin más estaba bien, pero nos dijo que era mejor echar poco a poco sobre todas las piedras, así el golpe de calor no era tan grande.
Con todas estas actividades no podía pedirle nada más al día, aunque me hubiese gustado tener otra oportunidad para ver la aurora, pero estaba nevando y era imposible.
A la mañana siguiente nos esperaba la visita a la granja de renos y conocer un poco más sobre la cultura saami.

No hay comentarios:

Publicar un comentario